Hoy en día, muy poca gente que no sea aficionada al cine recordará a tantas y tantas luminarias que en su momento fueron las grandes estrellas del celuloide norteamericano, antes de la llegada de los grandes estudios, en el punto más alto de la fama del cine mudo y el inicio de la transición al sonoro. Rostros y nombres célebres del pasado como Douglas Fairbanks Jr., John Barrymore, Mary Pickford o David Wark Griffith solamente están presentes ya en las enciclopedias de cine. Una de estas glorias del pasado es protagonista del excelente libro Yo, Fatty, de Jerry Stahl: Roscoe Fatty Arbuckle.
Su gloria coincidió con la gran depresión. Cómico en teatruchos de mala muerte, siempre condicionado por su físico obeso y su cara aniñada, Arbuckle alcanzó fama mundial gracias al cine, en la multitud de películas que protagonizó para el rey del cine cómico de la época, Mack Sennett. Amigo de Buster Keaton (quien fue uno de los pocos amigos de verdad con quienes pudo contar), maestro de cómicos (ayudó a Charles Chaplin a crear su célebre personaje de vagabundo), calavera, drogadicto involuntario, socarrón y amante de la buena vida y las fiestas extravagantes (como prácticamente todas las estrellas de su época, Chaplin y Keaton son dos buenos ejemplos)... ése era Fatty Arbuckle, quien siempre aborreció ese apodo.
El cómico se vio en el ojo del huracán cuando fue acusado de violar a una joven actriz durante una multitudinaria fiesta. De nada sirvió que el cómico fuera exculpado en un segundo juicio: desde el primer momento, los periódicos de William Randolph Hearst le pintaron como culpable, a los ojos de unos EE.UU. sumidos en la depresión económica, ansiosos de encontrar un chivo expiatorio para sus iras, y su caso fue la punta de lanza de una reacción puritana contra el Hollywood de la época, cuyo resultado visible sería el tristemente célebre código Hays. Fatty pasó de ídolo de millones a enemigo público número uno en pocas semanas, y su carrera se hizo pedazos, tanto por algunas malas decisiones como por su nuevo estatus de "intocable" gracias a la maquinaria periodística de Hearst.
Su infancia miserable de niño huérfano de madre, gordo, solitario, primero maltratado y después literalmente abandonado a su suerte por un padre alcohólico y brutal; sus inicios en el teatro; su llegada al estrellato y su caída a los pozos del infierno son narrados por Stahl con la propia voz de Fatty, en un relato cargado de humor negro, estupendamente documentado y que se lee con la fluidez de una novela.
Perfecto ilustrador de una realidad, la del poder destructor de los medios de comunicación en malas manos, Yo Fatty es una atinada unión de biografía y retrato de una época, y un libro muy recomendable tanto para amantes del cine como para cualquier persona interesada en un relato apasionante sobre un tiempo en que el mundo y el cine eran muy diferentes a como son hoy en día.
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